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Cuando un paro nacional no es un fracaso, sino un síntoma

  • Foto del escritor: Nahuel Hidalgo
    Nahuel Hidalgo
  • 10 abr
  • 2 Min. de lectura

Por Nahuel Hidalgo


Una vez más, tras una jornada de paro nacional, el gobierno afirma que la medida fue un fracaso. Que hubo poco acatamiento. Que muchos comercios abrieron, que los trenes funcionaron, que la mayoría de la población “no acompañó”. Lo que no se dice —y lo que tampoco puede ocultarse— es que, cuando en un país se declara un paro general, lo que se está encendiendo no es una protesta aislada, sino una alarma social. Y una alarma, por definición, señala que algo no está funcionando.



La minimización de las medidas de fuerza no es patrimonio exclusivo de este gobierno. Ha sido una constante a lo largo de los últimos años, sin importar el color político del oficialismo de turno. Pero en un contexto de inflación sostenida, pérdida del poder adquisitivo, recortes en áreas sensibles como los comedores comunitarios y despidos en el sector público, sostener que un paro es un fracaso es, en el mejor de los casos, una lectura limitada; en el peor, una estrategia deliberada de desinformación.


Medir un paro únicamente por la actividad comercial de los centros urbanos más visibles —como si la apertura de locales en el centro de Quilmes fuera representativa de la economía nacional— es ignorar el mapa real del trabajo en Argentina. Es no ver a los trabajadores y trabajadoras de la economía popular, a quienes sostienen comedores, ferias, cooperativas o hacen changas informales. Muchos de ellos no pueden parar, porque viven al día. Pero eso no significa que no adhieran a los reclamos. El problema no es la falta de acatamiento. El problema es la falta de alternativas.


A eso se suma un fenómeno particularmente corrosivo: la hipocresía. Es difícil pedir compromiso ciudadano cuando algunos representantes públicos —que pasan buena parte de la semana lejos de sus despachos— aparecen el día del paro para tomarse una fotografía trabajando y criticar, desde una posición de privilegio, a quienes ejercen su derecho a la protesta. Si el trabajo legislativo es solo visible cuando hay una medida de fuerza, entonces es legítimo preguntarse: ¿quién le está fallando a quién?


Negar un paro es negar el malestar que lo origina. No es que el paro fue pequeño: es que algunos eligieron no verlo. Y lo que es peor, usan esa negación como argumento para profundizar políticas de ajuste, represión y exclusión. Pero en las calles hubo un mensaje claro, por parte de los sindicatos, de los movimientos sociales, y también de quienes no pudieron sumarse pero sienten el mismo hartazgo: este modelo económico no puede sostenerse si no incorpora a las grandes mayorías.


La legitimidad de una protesta no se mide solo en estadísticas, sino en lo que revela. Y este paro reveló un país con sectores enteros que ya no pueden esperar. Porque el hambre, la desigualdad y la falta de futuro no se enfrentan con frases hechas ni con cinismo. Se enfrentan con política pública, con justicia social, y con decisiones que incluyan a los últimos como prioridad, no como variable de ajuste.

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